La potajera o el hilo invisible de la tradición

 

Por Aliocha Pérez Vargas

 




 

 

Lo paródico, la sátira social, los anacronismos conscientes, oberturas que juegan deliberadamente con los estereotipos del cabaret más decadente y una visualidad carnavalesca, son constantes del lenguaje espectacular que ofrece La potajera, proyecto que auspiciado por el Consejo Provincial de las Artes Escénicas y Teatro Rumbo, se concreta escénicamente los segundos sábados de cada mes, justo a las diez de la noche, en el café-teatro La Piscuala.

Escrito y dirigido por Irán Capote, el texto que sirve de base a la performance se estructura en torno a argumentos sencillos, pero capaces de generar situaciones de hilarante comicidad. Los temas de mayor actualidad, las polémicas más candentes o la cotidianidad del cubano presta siempre al artificio, sirven de sustrato para erigir una trama que en su punto más tenso, es redimensionada con la aparición de un suceso inesperado, de un equívoco que sorprende y recoloca la atención del espectador.

Pero aunque el texto deviene un importante punto de partida, son los intérpretes los que han hecho de este empeño un atractivo fenómeno cultural. Quizás sin proponérselo, el autor ha creado una galería de personajes tipos que, --en un ambiente signado por lo marginal y ajeno al buen gusto-- caricaturizan conductas, procederes, gestualidades y formas de comportamiento con las que habitualmente confluimos.

Los tipos vernáculos reencarnan esta vez en la madre tenaz y luchadora, la abuela irreverente, la vecina chismosa, el guajiro, el travesti, el dirigente, el bobo, y una variada gama de caracterizaciones y dinámicas de fuerte arraigo popular o que emergen en el imaginario más contemporáneo. Las relaciones que se establecen entre estos quedan pautadas en el texto mismo, sin embargo, los actores tienen un amplio margen para improvisar, en tanto la música y el baile funcionan como instancias choteadoras que llevan consigo una  consustancial respuesta por parte del público.

Pero más allá de desplegar hábilmente los recursos de nuestra tradición cómica y sainetera, La potajera se ha convertido en una experiencia colectiva que, al menos en esta ciudad, representa y cuestiona sin tapujos los matices más amargos de nuestra realidad, camuflados en esa actitud tan criolla de «burlarse de todo». Bajo el hálito humorístico asoma una esencia más seria que evidencia desde el prisma artístico los anhelos, frustraciones y carencias personales que marcan nuestro día a día. Los personajes, su lenguaje y actitud escénica, instauran así un espacio conscientemente crítico y provocador, un escenario capaz de proyectar lo que se susurra en las calles o se vive en estratos sociales más precarios y vulnerables.

Sin embargo, en aras de evitar posturas radicales, Irán contrasta los pasajes más ácidos con momentos más optimistas. El empleo de este recurso evita la presencia de una atmósfera monocorde, al tiempo que posibilita la exaltación de otros valores que también nos definen como nación: voluntad de resistencia, sentido de pertenencia, fraternidad y camaradería, religiosidad, ingenio, picardía, patriotismo, etc.

De esta manera, La potajera se convierte en un ente que dialoga con nuestra sensibilidad y que ha sido capaz de arrollar todos los prejuicios posibles al conjugar un público heterogéneo que responde a los códigos y convenciones que aquí se manejan. Un acto comunicativo donde la realidad es puesta en solfa sin olvidar sus rasgos más felices.

Eso sí, este cronista advierte sobre algunos peligros que asoman en un proyecto que ya supera la veintena de funciones. La repetición de algunas fórmulas que en su momento parecieron infalibles, la tentación de caer en el chiste fácil y procaz, y el hábito peligroso de legitimar con eufemismos y sutilezas actitudes discriminatorias referentes a la raza o la orientación sexual,  pueden tener un efecto boomerang de lamentables consecuencias si no se esquivan a tiempo.

La búsqueda incesante de un humor inteligente, auténticamente cubano, que lejos de recurrir a la vacua superficialidad se convierta en una instancia estéticamente enriquecedora; la renovación permanente de temáticas, contenidos y códigos espectaculares, unido al rigor y la coherencia en la selección de los pasajes musicales, algo que en mi criterio se subvalora a pesar del importante peso que tienen como instancia interactiva, deben ser premisas insoslayables.  Un camino (nada fácil) que debe seguir su gestor si desea construir un espectáculo al que se va por la originalidad de lo que ofrece y no por las concesiones que realiza.   

 Compruebe usted mismo si estos jóvenes actores son dignos herederos de nuestra tradición costumbrista —sin duda el género teatral cubano más exitoso— y participe de esta propuesta que una vez al mes, hace honor a las palabras que en cierta ocasión dijera Jorge Mañach, una de nuestras mentes más lúcidas: «llegó la hora de ser críticamente alegres, disciplinadamente audaces, conscientemente irrespetuosos».

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