La casa, el grupo y la búsqueda de la verdad

Aliocha Pérez Vargas
Comprobar desde la práctica la validez de una afirmación tantas veces escuchada, entenderla no solo en su costado teórico sino en la totalidad de su sentido, resulta siempre una rara oportunidad. Mucho se ha hablado de la influencia particular que ejercen los clásicos. De la necesidad de acercarse a ellos con respeto, sin lastrar la autenticidad y trascendencia de sus contenidos, pero buscando siempre su pertinencia con el aquí y el ahora. Cuando Teatro Rumbo en 2015, anunció el estreno de La casa vieja, de Abelardo Estorino, pude constatar la perdurabilidad de un texto que parece desafiar el tiempo. Enraizada en varios repertorios de la isla, revisitada una y otra vez desde varias perspectivas y proposiciones estéticas, la pieza que le valiera a su autor una Mención del Premio Casa de las Américas en 1964, mostraba nuevamente su sello de contemporaneidad. Irán Capote, director de la puesta en escena, no solo recurrió a ese título por su condición de clásico en la dramaturgia cubana. Más allá de la universalidad de sus temas o la profunda descripción de costumbres y condicionantes históricas que recoge, la capacidad de diálogo estuvo dada, sobre todo, por las conexiones personales que encontró el joven creador con las visiones de Estorino. Las dolorosas relaciones de los Gutiérrez, sus fricciones y enfrentamientos, volvían para mostrarnos cuán poco hemos cambiado en el espinoso asunto de los prejuicios. Los demonios que desata Esteban, el cojo, al regresar a su antigua casa, la represión y el conformismo de Laura, unido al comportamiento intolerante de Diego, reencarnaron en el cuerpo de jóvenes actores en cuyas voces también resonaron los desafiantes argumentos de Flora, el personaje que coloca a la tríada de hermanos en posiciones antagónicas. En la historia Flora visita a Diego, quien posee cierto prestigio en el pueblo, con la esperanza de que recomiende a Luisa, una joven que opta por una beca de estudios. La petición choca con chismes que apuntan hacia una supuesta conducta inmoral de la muchacha. Todos toman partido. Para algunos, las convenciones implantadas por una moral caduca siguen dictando lo que es o no es correcto; para otros, la construcción de un nuevo presente precisa el desmontaje de esos rezagos a fuerza de verdad. La discordia no tarda en quebrar el monótono ir y venir de la provinciana familia. Viejas heridas se abren al tiempo que se confiesan nuevos secretos. Los excesos amorosos de Diego con Flora, la pérdida de un hijo fruto de esa aventura y el estigma que cayó sobre ella tras ser abandonada por aquel; la relación oculta de Laura con un hombre casado, la lástima que todos sienten por Esteban y su cojera. Tanto silencio, tanta tristeza contenida, tanto temor al qué dirán, han postergado el acto de disipar hipocresías. Solo la muerte del padre, el justo reclamo de Flora y la postura discordante de Esteban una vez que toma las riendas del conflicto, terminan por romper el tedio que envuelve a los Gutiérrez, la falsa unanimidad moral que en apariencia los une. Correctísima en tanto dramaturgia, al decir del crítico Norge Espinosa, los conflictos expuestos en La casa vieja trascienden el contexto más íntimo, para erigirse como un espejo que refleja confrontaciones sociales de mayor alcance. La lucha de esta familia, sus dudas y debates, suponen la crisis de valores que un cambio social como la Revolución trajo consigo. Consecuente con su voluntad de cambio y espíritu inclusivo, tal proyecto social tendría que luchar contra una subjetividad permeada por tabúes. El texto resume sin concesiones «la asunción compleja de las nuevas opciones y actitudes». Y lo mejor es que su acercamiento no simplifica tal contrapunto: si bien la revolución social es una realidad tangible, la revolución de la consciencia, el fin de todo aquello que en el orden de los valores nos deshumaniza y separa, requieren de un tiempo mayor. Hacia el final de la anécdota, Esteban convence a Diego para que escuche a Luisa sin dejarse influenciar por las habladurías. Sin embargo, no sabemos con exactitud si ese encuentro se cumple. Mucho menos que tanto han cambiado las ideas del impetuoso activista. Queda en manos del lector suponer un desenlace posible, aunque Estorino, coloca en boca del personaje lisiado el parlamento que resume la esencia de la obra: «Yo creo en lo que está vivo y cambia», encarando así el rechazo hacia lo distinto desde una perspectiva dialéctica que insiste en la constante transformación del hombre en su lucha por la verdad y por una autenticidad moral. He ahí el núcleo que hace de La casa vieja una obra de incuestionable vitalidad. Lo que explica su poder para atraer la mirada y los impulsos creativos de varios directores, quienes han encontrado en sus diálogos un medio para emplazar al espectador y ofrecerle una imagen de quiénes somos. Con tales garantías no es de extrañar que Irán Capote decidiera revivir la historia de este pueblo y de su gente. No obstante, en su caso, no fue mera selección para engrosar el repertorio de Teatro Rumbo, sino resultado de un ejercicio intelectual más premeditado. Una aventura de descubrimiento que, meses antes, se había iniciado en las aulas de la Universidad de las Artes (ISA). Desde el Seminario de Dramaturgia, el entonces estudiante se vio obligado a diseccionar el texto en busca de sus claves y recursos expresivos. A partir de la aplicación de varias perspectivas teóricas que incluyeron los aportes de Santiago García, Patrice Pavis y García Barrientos, la pieza comenzó a mostrarse no como letra de antología, sino como un material capaz de propiciar sugerentes líneas de investigación para la escena. Con cada mecanismo de análisis, Irán Capote establecía un diálogo vivo con el texto. El ambiente provinciano, el deterioro del mundo familiar y la práctica de idearios discriminatorios, serían líneas temáticas en las que comenzaba a reconocerse. La casa vieja se había transformado en su historia personal, y esa sensación de pertenencia, el nexo entre la fábula teatral y su historia de vida, lo llevaron a dar un nuevo paso: escribir una versión desde el original de Estorino. Todos los reajustes dramatúrgicos respondieron a ese vínculo identitario con el material original. La versión se enfocó más en el drama filial, suprimiéndose parlamentos y personajes cuya función era, sobre todo, caracterizar los conflictos políticos de entonces. Un ejemplo concreto fue la supresión del personaje de Higinio, el tío reaccionario. Tal decisión, más que una cuestión técnica -al no existir en el grupo un actor con los atributos físicos necesarios para encarnarlo- obedeció a ese propósito. En la obra Higinio es la representación más radical de los viejos valores que la Revolución Cubana busca transformar. Su actitud se inscribe en el ámbito de las discusiones políticas durante los 60, debates que en pleno siglo XXI podrían resultar un tanto «envejecidos». En la versión, el fundamentalismo defendido por Higinio quedó preservado en la figura de Diego, quién a pesar de ser un activista del proceso transformador, comparte los mismos valores que pregona su tío. Junto a ese ajuste en el reparto, otros cambios fueron aplicados en el plano argumental. Sin adulterar el sentido que las sustenta, se actualizaron algunas circunstancias. En el arreglo definitivo Esteban era artista, no arquitecto; vivía en otro país, no en La Habana; y, por último, no era cojo sino homosexual. La versión despejó la anécdota de todo aquello que pudiera provocar una lectura historicista. Lejos de pecar de ingenuas, estas variantes esclarecieron los conflictos de Esteban bajo una perspectiva histórica y social reconocible, sobre todo, para los espectadores más jóvenes. Revitalizó las significaciones del texto con alternativas que rápidamente, establecieron una correlación directa con los referentes de este segmento de público. Al fin y al cabo, era un veinteañero el que se atrevía a escrutar el material dramático de Estorino, para configurar una propuesta que con sutiles remodelaciones, dejaba ver las problemáticas de hace cincuenta y un años como demandas pendientes a partir, insisto, del vínculo vivencial -por extensión actual y contemporáneo- que este estableció con el texto original. Convertirlo en artista, emigrante y gay, resultaron equivalencias que trasladaron al personaje hacia la actualidad social del momento, en tanto acentuaron la posición del Otro ante cualquier manifestación opresiva de la sociedad, el eje ideológico del original y también de la versión. Justamente por ello, las aspiraciones de Esteban nos llegarían libres de arqueologías, y desde su diferencia, volvía a erigirse como el mejor intérprete de la Revolución Cubana y sus pilares cívicos. Una vez anclado en el presente, hubo que convertir el texto versionado en vida sobre la escena, pero esta no sería la única tarea del director. Ante él se levantaba la dificultad de cohesionar un grupo de actores de diversa formación. Debía proyectar hacia ellos seguridad en su función de líder del proceso creativo, demostrar con criterio la solidez de sus puntos de vista, pero también, lograr la integración del colectivo en función de sus intereses expresivos. Por suerte, Irán no estaba desprovisto de estrategias creativas una vez iniciados los ensayos de La casa vieja en la sede de Teatro Rumbo. Las experiencias que, desde otros grupos, le proporcionaron montajes como El pato salvaje (2012) de Henrik Ibsen, y Nevada (2014) de Abel González Melo, en los que intervino como colaborador y director, respectivamente, actuaron como garantía. La exploración en la estructura realista en la que se basan estas obras, la posibilidad de atestiguar o armar la dimensión espectacular de ambas, así como el trabajo con el actor en esos registros, aseguraron un basamento técnico precedente que se afirmaría en el nuevo proceso. Desde mi labor de asesor registré la manera en que se fueron articulando parlamentos, acciones y gestos, en aras de crear un comportamiento verosímil, con profundas conexiones entre las biografías personales de los actores y sus roles. Como quien busca transmitir hallazgos propios, el director hizo que los actores recorrieran un camino semejante al que fuera trazado por él durante su labor investigativa. Les pedía encontrar aquellos elementos que, más allá de los ajustes a que fue sometido el texto, pudieran tener una relación directa o análoga con el presente. Una vez asumido este punto de partida, comenzaron a surgir secuencias de acciones físicas con su correspondiente fundamento emocional, las que después se ajustaron en busca de precisión. Todos fuimos descubriendo que lo importante, era mostrar el miedo que se agazapaba en la consciencia colectiva de la familia. Miedo a hacer lo que deseaban, a decir lo que pensaban. «Miedo siempre, a las reglas, a las leyes, a lo estricto». Exponer la parálisis mental -por prejuicios o acomodamiento- que impedía la realización plena de estos seres, la posibilidad de proyectar un pensamiento propio y diferente. Esta pauta ayudó a condicionar las atmósferas. A pesar del ritmo que imponían las réplicas y contrarréplicas propias del diálogo, se reforzó la sensación de hastío. Un no transcurrir -irónica maniobra en un texto que recuerda con énfasis el paso indetenible del tiempo- que se quebraba solo con las entradas de Flora o la impotencia desatada de Esteban: «¿Y qué más da que nos quedemos sin nada si lo que tenemos no sirve?». Máscaras y deseos postergados que el público pudo confrontar a partir del despliegue de procedimientos espectaculares. Más que determinar con apagones el fin y el comienzo de los actos, la luz indicaba el paso del tiempo. La opacidad del alba, lograda con el cruce lateral de conos ámbar, iba cediendo ante la intensidad progresiva que supone el avance de las horas. En su intento por disipar las sombras, -propósito no del todo resuelto dado el pésimo estado técnico del equipamiento disponible- la luz se deslizaba hacia todos los contornos del espacio escénico iluminando cada rostro, amplificando el esfuerzo de la familia por explorarse, asumirse y afirmarse. Con inteligencia, la iluminación supo acentuar las atmósferas e incluso, resaltó las contradicciones entre las fuerzas sociales externas y la dinámica interior de la familia -recuérdese la intensidad que alcanza la luz con cada entrada de Flora, o en las confrontaciones de Esteban con Diego. El espacio sufrió variaciones considerables respecto a las acotaciones del texto original. Nada mostraba el patio o algo relacionado con el mundo exterior. El director optó por apegarse a la sensación de privacidad y enclaustramiento mediante grandes lienzos que simulaban las paredes de la casa. Un aforo en forma de caja con tres accesos, dos laterales y uno al fondo, que marcaban las entradas a la casa y al resto de las habitaciones. La escenografía recreó la humildad de las casas pueblerinas. Un ámbito austero conformado por un juego de comedor, un sofá desvencijado, la jaula del canario como metáfora de la libertad mutilada y una lavadora en la que se limpiaba el orine, la suciedad y el alcohol impregnados en la ropa del padre moribundo, objetos que se movían entre el realismo y cierta finalidad simbólica. Un ejemplo: el accionar mecánico de la Aurika. funcionó como una instancia alegórica que objetivó el estado de Laura, la rutina que la embarga, el desgaste emocional que experimenta no solo al lavar la ropa del padre, sino al exprimir sus propios sentimientos y aspiraciones. Un aparato cuyo apagado decretó, en términos operativos, la muerte de la figura paterna y el reacomodo del espacio para el velorio. Aunque la dirección de actores se propuso integrar al colectivo para desarrollar el trabajo, la confluencia de un elenco diverso en experiencia y trayectorias frenó la asimilación de esta idea. La inconveniente existencia de recursos expresivos dispares, proyectados desde sus respectivas individualidades, generó cierta incongruencia en la efectividad de estados, ritmos y tensiones que trazan las agudas contradicciones de los personajes. Considero que la deseada integración no pudo alcanzarse por el limitado número de funciones realizadas, cuestión que imposibilitó la maduración del trabajo y el equilibrio del conjunto. Razón a la que se unió la juventud del propio director quien, de conjunto con la dirección de actores, tendría que encargarse de múltiples tareas relacionadas con la producción de la puesta -diseño y realización escenográfica, diseño de luces, estrategias gráficas y de promoción, etcétera-, quedando un tanto relegada la posibilidad de explotar otros modos que estimularan la integración y la búsqueda a partir del trabajo colectivo y no de experiencias individuales. Blanca María Eguren y Filomena Morales lograron veraces desempeños en el personaje de Onelia. La experiencia de estas actrices fue esencial a la hora de asumir una madre que debe mediar, buscar consenso entre las fuerzas antagónicas, reconstruir la foto familiar que se rasga. Ambas resolvieron con eficacia la proyección psicológica de la mujer dedicada que, junto con la viudez, asume la continuidad de la tradición y el resguardo de las apariencias, afirmándose en recuerdos y secretos que sucumben ante el empuje de los nuevos tiempos. Sandra Pérez encarnó una Laura a partir del cansancio. La actriz concibió una proyección vocal basada en tonos graves, complementada con pausas regulares cargadas de significado y a una gestualidad que parecía automática y ralentizada: hacer el café amargo, preparar material antiséptico, cambiar el agua del canario, limpiar la casa. Sin embargo, este permanente letargo se alternaba con expresiones de rebeldía que la actriz supo trenzar con cuidado. Un ímpetu fugaz provocado por el miedo de permanecer soltera, por saberse amante de un hombre casado, por querer superar una barrera moral que siempre terminaba imponiéndose. Su organicidad alcanzaría su mejor momento durante la escena en que confiesa a Esteban su condición de amante, su negación ante la tristeza y el tedio. Yasey Muñoz incorporó un Esteban atormentado por la imposibilidad de remover prejuicios. El actor supo matizar las contradicciones del personaje, su pelea contra las sombras que le permiten a su familia sobrevivir entre mentiras y escondrijos. Sin recurrir al cliché del homosexual, libre de afectaciones y manierismos, alternó hermetismo con rebeldía, mostrando un ser complejo, orgulloso de sus imperfecciones. El actor se esmeró en aguzar la intención de sus expresiones, en recalcar sus dudas y miedos, «Hay cosas que no entiendo y quiero aclararme. Yo quiero saber qué pasa, por qué somos como somos, para qué vivimos. ¿Qué razón tiene vivir diciendo mentiras, engañándonos, acusando a los demás?» Un reto difícil que supo sortear con humildad y entrega. Yune Martínez fue Flora, y su apropiación revelaría una energía explosiva que en algunos momentos no supo dosificar de manera consciente. No obstante, hay que anotar la vital caracterización que logró en sus dos intervenciones. Midiala Ríos resolvió con eficacia la proyección gestual de Dalia, un breve papel que la actriz concibió desde un ajetreo constante y una chata superficialidad que ocultaban mayores pretensiones, cuando le exige a Diego que utilice su cargo en obtener los bienes materiales que necesitan para mejorar sus condiciones de vida, comportamiento oportunista que expresó con verosimilitud. Por último, el joven Osvaldo Pampillo dibujó un Diego estático, aunque lejano en edad con respecto al personaje. El hermano menor se sabe sostén de la familia, la figura masculina que fiscaliza el universo familiar desde la fórmula moral heredada, mientras oculta desafueros y miserias con Flora. Pampillo logró integrarse al curso de la acción, aunque le faltó seguridad en las postrimerías del tercer acto, en que reconoce la homosexualidad de Esteban, pasaje que sería resuelto de manera muy formal. Sin embargo, aunque en este aspecto no se logró la correcta configuración de lo colectivo, durante el proceso de construcción psicofísica de los personajes ocurrieron importantes alumbramientos: la exploración rigurosa de las situaciones y la búsqueda de equivalencias que transparentaran los conflictos y aspiraciones de los personajes desde una perspectiva actual, abrieron un camino de reflexión sobre las circunstancias culturales del grupo y la necesaria renovación de su praxis artística. Surgidos a partir de la propia tesis que defiende la obra, estos criterios trascendieron la fuente que los produjo para luego redirigirse hacia la realidad de Teatro Rumbo. Desde mi apreciación, la discusión sobre la búsqueda de la verdad y la necesidad de replantear tradiciones periclitadas, ideas presentes en el texto, sirvieron de fundamento para debatir sobre la trayectoria del colectivo, su dinámica, utilidad y procedimientos expresivos. Debates que, si bien no tuvieron una incidencia directa en el resultado de la puesta en escena, sirvieron para advertir y cuestionar signos de inercia, un paso inicial para pensar en la transformación de esa realidad. ¿Acaso Teatro Rumbo no podía entenderse como esa casa vieja que necesitaba cambiar en aras de sentirse un núcleo vivo? Una asociación que, desde la célebre frase de la pieza, trajo consigo nuevas preocupaciones e interrogantes que quedaron en manos de estas voces y su compromiso con el futuro. En una ciudad con tantos puntos de contacto con el pueblo que describe la obra, Teatro Rumbo supo ratificar la pertinencia de un clásico a partir de una puesta que lo que lo sitúa en nuestra contemporaneidad. Un clásico que, aunque no discute su autoría, valió como asidero para que un nuevo director hallara una voz personal. A cinco años del estreno, las señales de Estorino y su espíritu cuestionador han seguido acompañando diversos actos de creación, con la impronta de aquellos y otros jóvenes artistas que se han sumado. La casa vieja colocó los íntimos mecanismos de la familia sobre un espacio público desde el que se proyectaron sus conflictos. Como proceso, significó la oportunidad de realizar una necesaria introspección. Ante el espectador quedaron las primeras resonancias de un director en formación, las ganas de una nueva generación de actores en constante aprendizaje, un grupo empeñado en sobrevivir y crecer de cara al futuro y un campo minado de ideas donde al final, la voluntad de reedificar un espacio libre, sincero y fecundo, empezó a pensarse sobre un viejo escenario.

Comentarios

  1. Pueden consultar un primer acercamiento de esta puesta en escena a través del siguiente enlace http://www.lagaveta.pinarte.cult.cu/la-voluntad-reconstruir-campo-minado/

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